Por José Andrés Rojo
José María Eça de Queirós tenía 23 años cuando llegó en 1869 a Egipto
para asistir a los festejos de inauguración del canal de Suez. Su primera
parada fue en Alejandría, y fue decepcionante. Esperaba que allí se conservaran
aún vivos los ecos de una ciudad que tuvo una importancia capital en el mundo
griego y en el bizantino, y lo que encontró fue "¡…un lugar enfangado e
inmundo, lleno de escombros, una acumulación de edificaciones miserables e
inexpresivas!". Había llegado, sin embargo, a Oriente, un mundo
radicalmente diferente: el sol pesado y tibio, las filas de camellos, los
vendedores de flores y esas muchachas con actitud altiva que pasan
"envueltas en túnicas partas que les moldean el cuerpo". Al escritor
portugués no le gustó Alejandría, y se alegró cuando tuvo que abandonarla para
seguir su viaje por el delta del Nilo.
Iba en tren: observa a mujeres que
parten el pan sentadas en grupos, a campesinos trabajando, a marineros en los
veleros y la piel brillante de los negros que realizan las labores más duras.
Es como si entrara en "un mundo antiguo, histórico", escribe,
"un mundo que se ha desprendido de las contradicciones de la vida y ha
entrado, para quedarse, en la inmortalidad". Luego llega a El Cairo.
"Todas las razas, todas las vestimentas, todas las costumbres, todos los
idiomas, todas las religiones, todas las creencias, todas las supersticiones se
encuentran allí, en sus calles estrechas", anota. Pasea por el barrio
copto y por el barrio musulmán, fascinado por el orden caótico de sus casas.
Comenta que "todo tiene un aspecto ruinoso, pardo, desmoronado,
viejo" y no tarda en tratar de describir la extrema variedad de las gentes
de esa "multitud espesa". Encuentra a un encantador de serpientes, a
un aguador bereber, a un derviche, se fija en el siervo que va por delante del
carruaje de un noble y en un grupo de viejos turcos, apunta que hay coptos,
nubios, sudaneses, magrebíes, griegos, abadíes, judíos, "dos damas
levantinas", "una mujer de Said"... Eça de Queirós es muy
preciso en sus descripciones y esa obsesión por dar con las palabras exactas y
trasladar fielmente lo que ve se corresponde con un mundo que nada tiene que
ver con el que habitamos hoy.
Resulta por eso sorprendente que sus escritos sobre Egipto permanezcan
tan vivos y puedan, incluso, aportar ahora una mirada profundamente comprensiva
a propósito de un país que, con la primavera árabe, está viviendo drásticos
cambios. Estampas egipcias (Impedimenta, traducción de Martín
López-Vega) reúne tres grupos de textos
de Eça de Queirós: sus notas sobre su viaje de 1869, sus crónicas de la
inauguración del Canal de Suez, que publicó en un diario portugués, y los
artículos sobre la destrucción de Alejandría que envió desde Bristol a un
periódico brasileño y que se publicaron en 1882.
Las lecciones sobre periodismo nunca están de más, ni siquiera las del
viejo periodismo, dicen que condenado a desaparecer. ¿Para qué tanto detalle,
podría pensarse, si cuanto recogen los textos del portugués lo vemos hoy
directamente en televisión? Resulta revelador, sin embargo, que El Cairo que pintó Eça de
Queirós hacia 1870 recoja con mucha mayor finura, y
con infinitos más detalles, la extrema variedad de las gentes de esa ciudad,
esas que hace unos meses llenaron la plaza de Tahrir para derrocar a Mubarak y
terminar con su régimen autoritario. No son los mismos, claro. Los de hoy son
los remotos descendientes de aquéllos, pero por lo que se ha visto después son
tan diferentes unos de otros entonces como ahora. "Todas las religiones,
todas las creencias, todas las supersticiones…", señalaba el portugués
hace más de siglo y medio, pero cuando se desencadenó la revuelta en Egipto lo
que sobre todo se subrayó en los medios actuales, con razón, fue que esa
"multitud espesa" reclamaba democracia.
Sus reglas de juego y también, para algunos, lo que algunas democracias
occidentales representan: prosperidad, oportunidades, modernidad. El tiempo ha
ido mostrando cuán difícil resulta saber lo que entienden las distintas gentes
que se manifestaron en la plaza de Tahrir tras su grito a favor de la
democracia. Y, seguramente, eso se comprende muy bien cuando se recorre El
Cairo de la mano de Eça de Queirós. Ni se llegó a tener en cuenta, sin embargo,
cuando llegaban las crónicas entusiastas con lo que sucedía al principio en la
plaza de Tahrir. Si Eça de Queirós (en la foto) se afanaba por ser, sobre todo,
riguroso en describir lo que veía para entender ese mundo tan diferente, lo que
ocurre con frecuencia en el periodismo actual es que maneja otras pautas. Más
que describir para entender, constata, confirma y califica. Constata que hay
una revuelta, confirma que en ella se reclama democracia y califica que va en
el buen camino porque se revuelve contra una tiranía.
Y todo suele ser mucho más complejo. En las crónicas que Eça de Queirós
escribió sobre el bombardeo de Inglaterra a Alejandría despliega diferentes
estrategias para contar cuán ignominiosas fueron las ambiciones coloniales del
imperio británico, pero también para mostrar la fragilidad del proyecto
político de Arabí Pachá, sin una idea de Egipto que fuera más allá de sus
ambiciones como coronel y de sus buenos deseos como hijo de campesinos, o para
constatar la total falta de consistencia de la Europa de entonces y, bueno,
para narrar la chapucería de las propias acciones bélicas y el terrible furor
del populacho. Una escritura excelente, un puñado de lecciones.
Tomado de El País de España -
22 de agosto de 2012
Publicación N° 16
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