De
John Huston, que murió hace 25 años, suele discutirse mucho entre la cinefilia.
Subestimado por algunos, ha dejado, no obstante, una obra vital a la que
conviene volver.
Por Javier Porta Fouz
En
1941 se estrenaron dos óperas primas. Una revelaba una maestría innegable, a un
director que ya sabía mucho en su primera película. La otra, extrañamente,
adquirió cierto estatus mítico pero, bien mirada, era la obra de un
principiante con mucho por aprender. La del debutante sabio era El ciudadano;
la otra, la del otro debutante, era El halcón maltés. John Huston, su director,
no nació al cine sabiendo, pero –mejor aún– fue un explorador, un aventurero,
un lanzado, alguien con avidez vital: boxeador, escritor, actor, cazador,
cineasta, teniente, pintor y varias cosas más. Rodó películas en América,
Europa, Asia y Africa. El próximo 28 de agosto se cumplirá un cuarto de siglo
de su muerte, a los 81 años.
Huston
hizo cine hasta el final. Su última película, conocida entre nosotros como
Desde ahora y para siempre (“The Dead”), se estrenó en Venecia pocos días
después de su muerte. Huston fue uno de los pocos directores que trabajaron en
el cine de los cuarenta que llegó a fines de los ochenta en plena forma. La
filmografía de Huston en las décadas del setenta y ochenta fue una espectacular
reivindicación en vida (y con obra con continuidad) de su estatura como
artista. Porque si hubo un director importante de Hollywood puesto en duda,
desestimado y subvalorado, ese fue Huston. Andrew Sarris decía que las
películas que le salían bien eran gracias a los actores, y entre los
cahieristas franceses tampoco gozaba de gran prestigio. François Truffaut llegó
a decir que Huston “forma parte de esos tipos que, como se les da mal la puesta
en escena, simulan preferir la vida”. Truffaut también dijo que “la película
menos buena de Hawks es más interesante que la mejor de Huston”. Huston,
evidentemente, tenía la capacidad de irritar a los autoristas.
Cineasta
desconcertante, con altibajos (es notorio el didactismo chato de Freud, su
biografía sobre Sigmund de 1962), muchas de sus supuestas constantes han sido
puestas en duda. Sin embargo, su eclecticismo estilístico ha sido defendido por
uno de sus más grandes admiradores: el escritor, crítico y guionista James
Agee. “Cada una de las películas de Huston tiene un estilo y un tono visual
propio, que le es dictado a su cámara por el contenido y el espíritu esencial
de la historia”, decía Agee que, en 1950, escribió una encendida defensa del
director, en la que combinaba datos biográficos con análisis de la obra (a esa
altura no demasiado numerosa, pero con títulos mayores como El tesoro de Sierra
Madre, Cayo largo y Mientras la ciudad duerme).
Agee ligaba episodios
temerarios de la vida de Huston cuando niño con su manera de acercarse al cine,
con su vitalidad, su capacidad de arrojo, sus pasiones: “el riesgo, por no
decir la temeridad, es un verdadero reflejo en él. La acción, y un uso lo más
vívido posible del presente inmediato, constituyeron su salvación personal y se
han convertido en hábitos de por vida. Dado que la acción también es el
lenguaje natural de la pantalla y el instante presente es su tiempo verbal,
Huston es un artista popular por naturaleza”. Esa continuidad entre vida y obra
sobre la que insiste Agee sería, años después, caballito de batalla de algunos
autoristas franceses que atacarían a Huston y no lo reconocerían como autor.
Gracias al artículo de Agee, director y escritor se conocerían y Agee
terminariá siendo guionista de La reina africana (1951).
Si
es comúnmente aceptado que el cine de Hollywood no brilló especialmente en la
década del sesenta, puede decirse lo mismo de la carrera de Huston. Sin
embargo, en los setenta las cosas cambiarían para el director (y también para
el cine de Hollywood): no sólo haría en 1975 la memorable película de aventuras
El hombre que sería rey con Michael Caine y Sean Connery, sino que en un annus
mirabilis como 1972 entregaría dos películas memorables como Fat City (que
logró que casi todos los críticos estuvieran de acuerdo en elogiarlo) y la
extraordinaria en un sentido literal, fuera de lo común, El juez del patíbulo
(“The Life and Times of Judge Roy Bean”) que, por sus excentricidades,
intensidades y osadías de todo tipo, siempre ha despertado pasiones de signos
opuestos. El crítico chileno Héctor Soto la definió muy apropiadamente:
“Desequilibrada, completamente loca, concebida con una rara inventiva poética,
El juez del patíbulo es una película prodigiosa y difícil de clasificar. De un
atrevimiento próximo a la genialidad, posee una libertad de estilo difícil de
hallar en una producción que, como esta, nada tiene de barata o experimental”.
Y
recién empezamos a hablar de Huston, ni siquiera mencionamos los escritores que
adaptó (Joyce, Lowry, Kipling, Tenessee Williams, Hammett, Melville; y hasta
versionó la Biblia), ni de su fascinación por los animales (en el trámite del
divorcio, su tercera esposa dijo que la casa era “un verdadero zoo”) ni de su
pasión por México ni de su militancia antimacartista ni de que tuvo como
actores a Pelé y Ardiles. A 25 años de su muerte, las mejores de sus películas
siguen inquietas, múltiples, osadas: pruebas de que vivir y filmar eran, para
Huston, abrirse a la sorpresa del aprendizaje constante.
Tomado de Revista Ñ – 27 de agosto de 2012
Publicación N° 17
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