lunes, 23 de julio de 2012

El regreso a Baudelaire



Considerado uno de los mayores poetas de la literatura francesa,
 vida y obra de Charles Baudelaire son el núcleo central de dos
 reediciones, una de Walter Benjamin y otra de Roberto Calasso,
 que actualizan la lectura sobre el autor de “Las flores del mal”.
Maya González Roux

La contundente traducción al español de La Folie Baudelaire, firmada por Edgardo Dobry, aparece en un momento clave en coincidencia con su traducción al francés y con la publicación del libro de Yves Bonnefoy Sous le signe de Baudelaire. A su vez, acaba de cumplirse el 150 aniversario de la segunda edición de Las flores del mal (de 1861, la primera data de 1857) y de la presentación de Baudelaire, en enero de 1862, a la Académie Française, una “candidatura bufona” según las propias palabras del poeta. Es posible entonces hablar de una “actualidad baudelaireana” de la que La Folie Baudelaire es uno de los exponentes mayores.


Siete pinturas
Así como Baudelaire se aventuraba con su madre en encuentros clandestinos en el Louvre, en La Folie Baudelaire Roberto Calasso invita al lector a una flânerie por otro museo, no sólo el que expone la poesía y los pequeños poemas en prosa de Baudelaire sino el que recorre su correspondencia, sus diarios íntimos y su crítica literaria y de arte; el que revela ciertos diálogos con sus amistades y encuentros furtivos con algunas amantes.

Sin embargo, en La Folie Baudelaire no se trata de someter al poeta decadente a una inútil disección psicológica (“la psicología se detiene antes de la literatura, y Baudelaire había ido más allá de la literatura”). El propósito de Calasso es más bien el de ofrecer una visita a una suerte de exposición sobre el poeta donde el lector se sumerge en distintos episodios cotidianos y reflexiones críticas, el conjunto combinado con magníficas ilustraciones.

El libro está compuesto por siete capítulos que permiten observar el pulular de las fuerzas y escuchar el bullicio del mundo moderno. El número responde a la propuesta del autor: configurar siete pequeñas pinturas del París de Baudelaire, “ciudad caos dentro de un marco”, como sostendrá al momento de aproximarse a su poesía. Por cierto, para Calasso el marco resulta esencial, es aquello que delimita y separa, es “el gesto con que algo –cualquier cosa– es recortado de la informe circunstancia y observado en sí, como una piedra recogida en la mano.” De ahí la constatación de Calasso: “Si toda la poesía de Baudelaire tiende a presentarse como tableau parisien es porque se trata siempre de cuadros en los que el marco actúa aprisionando en el cuadro mismo una energía de la que, de otro modo, no se conocería el origen”. Gracias al marco, elementos diversos quedan circunscritos y son obligados a hibridarse, planos lejanos y dispares se transponen y chocan en la memoria y en la percepción. “Esa intersección es algo que sólo con Baudelaire se perfila en la literatura, y después de él no se volvería a presentar con semejante pathos en el interior de un marco formal tan antiguo.” Así nace lo nuevo, sentencia Calasso. Así nace La Folie Baudelaire.

¿Cuáles son los planos circunscritos por los siete cuadros de Calasso? En las páginas de “Mon cœur mis à nu”, una sección de sus diarios íntimos, Baudelaire había anunciado: “Glorificar el culto de las imágenes (mi grande, mi única, mi primitiva pasión).” En cuanto a esta confesión, para Calasso es una de las pocas que debe ser entendida literalmente. Y esto es así porque las “fuentes” de Baudelaire (que son más bien “correspondencias”), recuerda el escritor Claude Roy en su prólogo a las obras completas de Baudelaire, se transforman en un catálogo de museo donde Delacroix y Goya son sólo dos de las más conocidas (junto con otras obras de Callot, Holbein, Goltzius, Mortimer, Méryon, Clésinger). Pero Baudelaire no sólo era amante de la pintura sino también amigo de los pintores. Por ello, la perspectiva de Calasso se expande hacia el paisaje intelectual, artístico y urbano que rodeó al poeta: el lector frecuentará durante gran parte del libro a Delacroix y a Ingres (a quien Baudelaire relacionaba con Courbet, uno de los pintores más incompatibles con Ingres), más tarde a Gautier, Mallarmé, Manet, Degas, Rimbaud, Barbey d’Aurevilly, Saint-Beuve, Flaubert, Victor Hugo, Wagner, Chopin.


La Kamchatka romántica

En enero de 1862 Sainte-Beuve se decidió, por fin, a escribir sobre Baudelaire. Había tomado la decisión de ignorarlo pero el crítico-juez percibía que el poeta había ido “demasiado lejos”, superando las barreras de la sociedad civilizada. El lunes 20 de enero, su artículo semanal “Des prochaines élections à l’Académie” (“Acerca de las próximas elecciones en la Academia francesa”) se proponía poner fin al silencio en torno al poeta. El texto de Sainte-Beuve procuraba menos proponer un nuevo método de selección de los candidatos a la Academia que sugerir un criterio claro sobre lo que era en sí esta institución. Según sus palabras, la Académie sufría un gran temor. ¿Cuál era esa amenaza?, se pregunta Calasso, ¿acaso la política? No, se trata del “temor de la Bohème literaria”, aquella zona de la cual proviene el peligro llamado “la literatura actual y viva”. Sainte-Beuve, prodigioso como pocos en el “arte de masacrar elogiando”, pasa examen de los candidatos a ocupar el puesto vacante. La lista de nombres concluye con el de “M. Baudelaire”. Puesto que todos los candidatos, anteriores a este último nombre, habían sido presentados con elogios respetables pero con cualidades inconsistentes, la tan temida amenaza no puede más que referirse a Baudelaire.

Luego de mofarse acerca de la candidatura de su joven amigo, de argumentar su inexistencia (“Ha sido necesario deletrear el nombre de M. Baudelaire a más de un miembro de la Académie, que ignoraba por completo su existencia.”), Sainte-Beuve atesta un golpe a su propia argumentación con palabras irrefutables: “M. Baudelaire ha encontrado la manera de construirse, en el extremo de una lengua de tierra considerada inhabitable y más allá de los confines del romanticismo conocido, un quiosco raro, muy decorado, muy atormentado, pero coqueto y misterioso, donde se toma opio y mil drogas abominables en tazas de porcelana muy fina. Este quiosco peculiar, hecho de marquetería, que desde hace un tiempo atrae las miradas hacia la punta extrema de la Kamchatka romántica, yo lo denomino la folie Baudelaire.”

Decorado y atormentado pero coqueto y misterioso, definen entonces el locus de Baudelaire, ese desierto habitado por “presencias chamánicas” y que ofrece una folie: aquella que se sustrae a lo razonable pero que también refiere “las encantadoras maisons de plaisance, destinadas al ocio y al placer”. La folie Baudelaire es entonces el lugar de caprichos y voluptuosidades pero también tierra de asilo “de seres perdidos en la desolación”, agregará Calasso. En definitiva, el quiosco en Kamchat-ka es esa ciudad cruzada de calles y arroyos, horadada por callejones y patios (esa red de pasajes conectados entre sí, según Benjamin) que Baudelaire atraviesa como nadie en su prosa y en su verso y que Calasso revive en su libro: la ciudad de París.


Tomado de la revista Cultura Ñ -  miércoles 11 de julio de 2012.

Publicación N° 7  


No hay comentarios:

Publicar un comentario