martes, 26 de febrero de 2013

Centenario de la novela “Por el camino de Swann" de Marcel Proust.


Fiebre manuscrita 

Después de 30 años leyendo a Proust he visto por primera vez de cerca su letra

Por Antonio Muñoz Molina



Marcel Proust tenía una letra rasgada y diminuta y escribía sobre cualquier superficie que tuviera a mano. Escribía en estrechos cuadernos verticales quizás pensados para ajustarse a los bolsillos de una chaqueta o un abrigo de su época, cuadernos diseñados con una elegancia mundana de pitilleras o petacas de licor. Escribía en baratos cuadernos escolares y en hojas a veces no más grandes que un papel de fumar, en reversos de sobres, en páginas arrancadas de agendas. Escribía en los márgenes y entre las líneas de las copias mecanografiadas de los capítulos de su novela inacabable y en el reverso en blanco de esas mismas páginas. Escribía sobre las galeradas ya compuestas y a punto de editarse. La letra inclinada y mínima se infiltraba como raíces y tentáculos de una planta trepadora entre las líneas rectas y los márgenes fijos del texto impreso, que así recobraba su condición de borrador, de obra en marcha que no puede darse nunca por terminada mientras dure la vida y la imaginación permanezca activa. Lo que había parecido definitivo ahora sucumbía a tachaduras en aspa y borrones furiosos. A lo ya terminado y corregido le brotaba la hiedra selvática de nuevas ocurrencias, de vínculos recién descubiertos y de hilos de intuiciones que era preciso seguir.

 Escribiría hasta quedarse sin fuerzas, hasta que la mano ya no pudiera seguir sosteniendo la pluma, bajo la luz eléctrica de su dormitorio. 


Él mismo comparaba sus trances de inspiración a golpes sucesivos de olas contra una orilla en la que el mar no se apacigua nunca. En sus cuadernos verticales de anotarlo todo cabe igual una metáfora inusitada que un comentario trivial escuchado al paso por la calle o que uno de esos giros pomposos que infectan de un día para otro el habla común y el lenguaje de los periódicos. Sólo al final de su vida vivió Proust enclaustrado en su dormitorio de cortinajes echados durante el día y paredes forradas de corcho, y aun entonces aprovechó sus penúltimas fuerzas para salir a ver alguna cosa que le interesaba, para visitar de nuevo un lugar que deseaba describir con un máximo de precisión o encontrarse con alguien que le suministraría alguna dosis del material con el que modelaba un personaje. Un día de mayo de 1921, ya muy debilitado, fue al museo del Jeu de Paume para observar de cerca la Vista de Delft de Vermeer, no por amor desinteresado a la pintura sino porque ese cuadro precisamente era el preferido de su novelista inventado Bergotte, cuya muerte había contado ya. Testigos que lo veían entonces en París recordaron que tenía una palidez de ultratumba. Jean Cocteau fue a visitarlo una noche de invierno durante la guerra y al verlo envuelto en mantas y pieles, en su gran piso helado, en la penumbra del toque de queda, pensó que se parecía al capitán Nemo después de quedarse solo en su submarino.

Muy enfermo, más débil aún por la falta de ejercicio, la tarde del Jeu de Paume Proust sufrió un desvanecimiento delante de ese cuadro que era para él un emblema de la capacidad suprema del arte para apresar la belleza y el temblor de lo real y hacer duradero lo más fugitivo: esa mancha dorada del primer sol de la mañana en un muro de ladrillo. Un amigo lo sostuvo en pie. Volvió inmediatamente a casa y le pidió a Céleste Albaret, su ama de llaves y enfermera y secretaria, las páginas del manuscrito en las que estaba contada la muerte de Bergotte. Y se puso a tachar y a corregir y agregar de modo que la experiencia de su pérdida de conocimiento y su miedo a morir enriqueciera la escena de la agonía de su personaje.

Escribiría hasta quedarse sin fuerzas, hasta que la mano ya no pudiera seguir sosteniendo la pluma, bajo la luz eléctrica de su dormitorio, sin enterarse de si era de noche o de día, sobre una mesilla inestable de bambú no mucho mayor que una bandeja de desayuno, las hojas del manuscrito desplegadas sobre la cama o caídas por el suelo, la letra cada vez más rápida, más pequeña y rasgada, una línea nerviosa como de sismógrafo, como un registro de los impulsos eléctricos de la actividad cerebral.

Unas veces la letra avanza sobre las hojas a tal velocidad que acaba pareciendo una taquigrafía indescifrable. Después de treinta años de mi vida leyendo a Proust, con una emoción que el tiempo y la familiaridad hacen cada vez más intensa, he visto por primera vez de cerca su letra, los primeros borradores tentativos de À la recherche, los cuadernos verticales y estrechos con sus tapas art nouveau, las libretas escolares rayadas, con los márgenes apurados por la codicia de la escritura, con las tapas de cartón desgastadas. He empujado la puerta de una sala con iluminación tenue, para no dañar el papel, en la Morgan Library, en la primera hora del primer día de la exposición dedicada al centenario del primer tomo de la novela, Du coté de chez Swann. Algunos proustianos más resueltos que yo me habían precedido. Nos movíamos en silencio de una vitrina a otra, y lo que nos estremecía, lo que nos agrupaba en una fraternidad sigilosa, no era tanto la materialidad estática del papel como la revelación visible del proceso de la escritura. Allí estaban las primeras incertidumbres, el tesón de persistir en algo que no se sabe todavía lo que es. En algún momento Proust se pregunta, en uno de esos cuadernos primeros, si lo que ha de escribir, lo que le viene rondando la imaginación desde hace tanto tiempo, será o no una novela, o quizás un ensayo literario, o un tratado filosófico. Escribe y tacha, cuenta un episodio que no sabe a qué pertenece y años después, en otro cuaderno, lo escribe de otra manera. Unas veces la letra avanza sobre las hojas a tal velocidad que acaba pareciendo una taquigrafía indescifrable. Otras, por cada palabra, cada frase concluida, hay una tachadura.

Al cabo de un rato de observación cuidadosa hay nombres, pasajes manuscritos que puedo descifrar y reconocer: estoy viendo surgir por primera vez, delante de mí, como se vería en otro tiempo formarse una fotografía en el líquido del revelado, un fragmento de algo que ahora forma parte de mi archivo indeleble de la literatura. En una carta Proust felicita a Camile Saint-Saëns por su sonata para violín y piano: en un lugar de los manuscritos la sonata que escuchan Swann y Odette aún está identificada expresamente como la de Saint-Saëns. Poco después, en otra de las versiones sucesivas, la química de la ficción ha actuado y la música pertenece al compositor inventado Vinteuil.

La novela se extiende tanto que ya no puede caber en un solo volumen. La novela crece expandiéndose y ramificándose con una fecundidad orgánica que abarca la vida entera de su autor, y que se alimenta no sólo de su memoria sino también de lo que está ocurriendo mientras escribe. Cuando llega la guerra en 1914 y se detiene la publicación del segundo volumen, la guerra misma entra en la novela ya omnívora. En una vitrina, en el centro de la sala, en la Morgan Library, está lo que Proust nunca vio: la edición completa en siete tomos que sólo apareció en 1927, cuando llevaba muerto cinco años. No hay monumento fúnebre más noble para un escritor.

Tomado de El País de España 20 de Febrero de 2013

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