No hay duda de que existe entre nosotros un ejército de
amantes de la poesía de Emily Dickinson, y a las pruebas editoriales me remito.
No hace nada hablaba yo en estas mismas páginas (versión digital) de la
excelente antología de la poeta norteamericana preparada por Ana Mañera Méndez
y María-Milagros Rivera Garretas, y publicada por Sabina Editorial, a la que
los lectores del periódico digital consideraron el mejor libro de poemas en
lengua extranjera del año pasado. Ahora, con fecha de 2012 -¡qué pena-¡, nos
llega este asombroso volumen que contiene los 1789 poemas que Emily Dickinson
dejó al morir, inéditos prácticamente todos y recopilados por su hermana
Lavinia hasta conseguir -esforzadamente- un editor para los mismos. Desde
entonces, el astro Dickinson no ha dejado de crecer y ya nadie discute que es,
con Whitman, la cumbre de la poesía norteamericana del siglo XIX y una de las
más grandes cumbres, sin más, de la literatura universal (por recordar la
célebre fórmula de Goethe).
El grueso volumen del que damos noticia no es bilingüe,
probablemente porque, de serlo, habría sido impublicable en un solo tomo. Los
poemas están ordenados cronológicamente, en tres grandes bloques: LA MAÑANA,
MEDIODÍA y LA TARDE, siguiendo siempre la edición de 1998 de R.W.Franklin,
aunque, al final, muy acertadamente, el traductor, Carlos Goicolea, incluye un
índice de correspondencias de la numeración de los poemas con la edición más
antigua – pero aún muy prestigiosa - de T. H. Johnson (que es la que yo uso).
La poesía de esta inmensa poeta es un universo en sí mismo.
El viaje emprendido para conocer ese universo se topa con muchos y variados
paisajes, y con multitud de recodos que atraen al viajero con una luz especial,
que es la luz de la grandeza espiritual, si decidimos llamar así a los logros
del arte, en este caso obtenidos mediante la mediación lírica, que es la
encargada de transmitir la orden al lenguaje de plegarse a las exigencias del
espíritu, a su vez enardecido por la profundidad interior que surge de la
confrontación con la existencia en su totalidad (yo y los otros y yo y lo
otro).
El viajero agudiza su mirada y se topa precisamente con
los abismos interiores, en el poema 340 de
la edición de Franklin:
“Sentí
un Funeral, en mi cerebro…”
Esa mirada abismada hacia el interior es una marca de la
casa de Dickinson, cuya grandeza, sin duda, radica en esos abismos que se abren
al lector y que nos permiten imaginarnos ese prodigio humano, por más doloroso
que sea casi siempre:
“Como si…/Yo
[fuera] una Raza extraña y solitaria…”
Y eso es
exactamente lo que es Dickinson: una representante suprema de esa raza extraña
y solitaria que son los grandes poetas y los grandes artistas, y no los
puñeteros relojeros que creen que este grave asunto de la poesía es, por encima
de todo, una cuestión de encaje de bolillos.
Seguimos en nuestro viaje sideral y nos vemos obligados a
detenernos en la Naturaleza sublime e indecible,
tal como la expone el poema 523 (y tantos otros):
“Los
árboles chocaban, y se mecían, como Borlas…”
La Naturaleza es un motivo constante en la poesía de la
gran contempladora que fue Dickinson. Flores, abejas, pájaros, otoños, veranos,
primaveras, inviernos…Una gran pasión, sin duda, fuente no solo de delicias
sensoriales sino de revelaciones existenciales, siguiendo en eso a sus maestros
románticos, que tanto la marcaron. Y esa naturaleza es indecible porque produce
más en el espíritu de lo que el lenguaje puede decir:
“Había
más, que yo no soy capaz de decir…”
concluye este gran poema, que termina con una pulla al
pobre Van Dyck, cuya pintura no atrapó nada esencial de un Día de Verano.
Pero, ¿y el amor? Oh, sí, mira como despunta el amor en
aquellas colinas, en el poema 652:
“Te
traigo la prueba/ de que te amé siempre…”
El amor es una pasión determinante en la poesía de
Dickinson, y permea muchos de sus poemas, y siempre con una intensidad
arrobadora, fueran quienes fueran sus amados. No hubo sexo, pero sí hubo cima,
altura, algo así como Inmortalidad, y, si no, Calvario, Sufrimiento, Cruz, como
asegura en el citado poema:
“Si
esto dudas, Querido,/no tengo nada que mostrar,
Excepto
el Calvario, /nada más”.
Ah, la muerte, la muerte, siempre la muerte, muchos
poemas dedicados a ella (en el índice temático de Johnson, esta oscura dama se
lleva la palma). Por tanto, detente en ella, y lee el poema, sencillamente
impresionante, el que hace el número 582:
“Lo
siento por los Muertos, hoy…”
Sí,
los muertos que no pueden ya contemplar el espectáculo de un día de cosecha,
esa jovialidad extática hurtada para siempre, y cuya dolorosa ausencia puede
justificar esa
“Incertidumbre de si el Sepulcro/no sentirá una especie de
soledad…”.
Pero, ¿la muerte es el fin de todo? ¿Hay trascendencia en
la poesía de Dickinson? Más que un Dios tranquilizador, lo que aparece en ella
es una especie de revelación de la Inmortalidad en momentos privilegiados de
éxtasis, como el que fulgura en el prodigioso poema 630:
“Los
momentos superiores del Alma
le
sobrevienen en soledad…
[y
consisten en]
Una
revelación que hace la Eternidad
acerca
de la Colosal Sustancia
de
la Inmortalidad.”
Y también permanece la figura de Jesús, quien es, más
bien, un garante de la inevitabilidad del sufrimiento, como pone de manifiesto
el poema 670:
“Getsemaní,
no
es sino un Provincia en el Centro del Ser…”
¿Hay más? Hay muchísimas más galaxias en este universo portentoso
que ahora el lector tiene en su totalidad al alcance de la mano. De él depende,
y solo de él, recorrerlo y explorarlo, si es posible hasta la extenuación, pues
las ganancias de su esforzado viaje serán con toda seguridad supremas.
* Poesía completa. Emily Dickinson. Traducción de Enrique
Goicolea. Ediciones Amargord. 1.031 páginas.
Tomado de El País de
España- 15 de febrero de 2013
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