sábado, 16 de febrero de 2013

El asombroso universo de Emily Dickinson en un solo libro






No hay duda de que existe entre nosotros un ejército de amantes de la poesía de Emily Dickinson, y a las pruebas editoriales me remito. No hace nada hablaba yo en estas mismas páginas (versión digital) de la excelente antología de la poeta norteamericana preparada por Ana Mañera Méndez y María-Milagros Rivera Garretas, y publicada por Sabina Editorial, a la que los lectores del periódico digital consideraron el mejor libro de poemas en lengua extranjera del año pasado. Ahora, con fecha de 2012 -¡qué pena-¡, nos llega este asombroso volumen que contiene los 1789 poemas que Emily Dickinson dejó al morir, inéditos prácticamente todos y recopilados por su hermana Lavinia hasta conseguir -esforzadamente- un editor para los mismos. Desde entonces, el astro Dickinson no ha dejado de crecer y ya nadie discute que es, con Whitman, la cumbre de la poesía norteamericana del siglo XIX y una de las más grandes cumbres, sin más, de la literatura universal (por recordar la célebre fórmula de Goethe).


El grueso volumen del que damos noticia no es bilingüe, probablemente porque, de serlo, habría sido impublicable en un solo tomo. Los poemas están ordenados cronológicamente, en tres grandes bloques: LA MAÑANA, MEDIODÍA y LA TARDE, siguiendo siempre la edición de 1998 de R.W.Franklin, aunque, al final, muy acertadamente, el traductor, Carlos Goicolea, incluye un índice de correspondencias de la numeración de los poemas con la edición más antigua – pero aún muy prestigiosa - de T. H. Johnson (que es la que yo uso).

La poesía de esta inmensa poeta es un universo en sí mismo. El viaje emprendido para conocer ese universo se topa con muchos y variados paisajes, y con multitud de recodos que atraen al viajero con una luz especial, que es la luz de la grandeza espiritual, si decidimos llamar así a los logros del arte, en este caso obtenidos mediante la mediación lírica, que es la encargada de transmitir la orden al lenguaje de plegarse a las exigencias del espíritu, a su vez enardecido por la profundidad interior que surge de la confrontación con la existencia en su totalidad (yo y los otros y yo y lo otro).

El viajero agudiza su mirada y se topa precisamente con los abismos interiores, en el poema 340 de la edición de Franklin:

“Sentí un Funeral, en mi cerebro…”
Esa mirada abismada hacia el interior es una marca de la casa de Dickinson, cuya grandeza, sin duda, radica en esos abismos que se abren al lector y que nos permiten imaginarnos ese prodigio humano, por más doloroso que sea casi siempre:
Como si…/Yo [fuera] una Raza extraña y solitaria…”

 Y eso es exactamente lo que es Dickinson: una representante suprema de esa raza extraña y solitaria que son los grandes poetas y los grandes artistas, y no los puñeteros relojeros que creen que este grave asunto de la poesía es, por encima de todo, una cuestión de encaje de bolillos.
Seguimos en nuestro viaje sideral y nos vemos obligados a detenernos en la Naturaleza sublime e indecible, tal como la expone el poema 523 (y tantos otros):
“Los árboles chocaban, y se mecían, como Borlas…”

La Naturaleza es un motivo constante en la poesía de la gran contempladora que fue Dickinson. Flores, abejas, pájaros, otoños, veranos, primaveras, inviernos…Una gran pasión, sin duda, fuente no solo de delicias sensoriales sino de revelaciones existenciales, siguiendo en eso a sus maestros románticos, que tanto la marcaron. Y esa naturaleza es indecible porque produce más en el espíritu de lo que el lenguaje puede decir:

“Había más, que yo no soy capaz de decir…”
concluye este gran poema, que termina con una pulla al pobre Van Dyck, cuya pintura no atrapó nada esencial de un Día de Verano.

Pero, ¿y el amor? Oh, sí, mira como despunta el amor en aquellas colinas, en el poema 652:
“Te traigo la prueba/ de que te amé siempre…”
El amor es una pasión determinante en la poesía de Dickinson, y permea muchos de sus poemas, y siempre con una intensidad arrobadora, fueran quienes fueran sus amados. No hubo sexo, pero sí hubo cima, altura, algo así como Inmortalidad, y, si no, Calvario, Sufrimiento, Cruz, como asegura en el citado poema:

“Si esto dudas, Querido,/no tengo nada que mostrar,
Excepto el Calvario, /nada más”.

Ah, la muerte, la muerte, siempre la muerte, muchos poemas dedicados a ella (en el índice temático de Johnson, esta oscura dama se lleva la palma). Por tanto, detente en ella, y lee el poema, sencillamente impresionante, el que hace el número 582:

“Lo siento por los Muertos, hoy…”
Sí, los muertos que no pueden ya contemplar el espectáculo de un día de cosecha, esa jovialidad extática hurtada para siempre, y cuya dolorosa ausencia puede justificar esa 

“Incertidumbre de si el Sepulcro/no sentirá una especie de soledad…”.

Pero, ¿la muerte es el fin de todo? ¿Hay trascendencia en la poesía de Dickinson? Más que un Dios tranquilizador, lo que aparece en ella es una especie de revelación de la Inmortalidad en momentos privilegiados de éxtasis, como el que fulgura en el prodigioso poema 630:

“Los momentos superiores del Alma
le sobrevienen en soledad…
[y consisten en]
Una revelación que hace la Eternidad
acerca de la Colosal Sustancia
de la Inmortalidad.”

Y también permanece la figura de Jesús, quien es, más bien, un garante de la inevitabilidad del sufrimiento, como pone de manifiesto el poema 670:

“Getsemaní,
no es sino un Provincia en el Centro del Ser…”

¿Hay más? Hay muchísimas más galaxias en este universo portentoso que ahora el lector tiene en su totalidad al alcance de la mano. De él depende, y solo de él, recorrerlo y explorarlo, si es posible hasta la extenuación, pues las ganancias de su esforzado viaje serán con toda seguridad supremas.

* Poesía completa. Emily Dickinson. Traducción de Enrique Goicolea. Ediciones Amargord. 1.031 páginas.
Tomado de El País de España- 15 de febrero de 2013

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