Fiebre manuscrita
Después de 30 años leyendo a Proust he visto por primera vez de cerca su letra
Por Antonio Muñoz
Molina
Marcel Proust tenía una letra rasgada y diminuta y escribía
sobre cualquier superficie que tuviera a mano. Escribía en estrechos cuadernos
verticales quizás pensados para ajustarse a los bolsillos de una chaqueta o un
abrigo de su época, cuadernos diseñados con una elegancia mundana de pitilleras
o petacas de licor. Escribía en baratos cuadernos escolares y en hojas a veces
no más grandes que un papel de fumar, en reversos de sobres, en páginas
arrancadas de agendas. Escribía en los márgenes y entre las líneas de las
copias mecanografiadas de los capítulos de su novela inacabable y en el reverso
en blanco de esas mismas páginas. Escribía sobre las galeradas ya compuestas y
a punto de editarse. La letra inclinada y mínima se infiltraba como raíces y
tentáculos de una planta trepadora entre las líneas rectas y los márgenes fijos
del texto impreso, que así recobraba su condición de borrador, de obra en
marcha que no puede darse nunca por terminada mientras dure la vida y la
imaginación permanezca activa. Lo que había parecido definitivo ahora sucumbía
a tachaduras en aspa y borrones furiosos. A lo ya terminado y corregido le
brotaba la hiedra selvática de nuevas ocurrencias, de vínculos recién
descubiertos y de hilos de intuiciones que era preciso seguir.