Por Juan Gómez
La editorial Suhrkamp aún tenía su central en Fráncfort, donde daba una de las fiestas más cotizadas por los principiantes de la abrumadora Feria del Libro. “Ese que entra”, explicaba un veterano, “es el editor de Hermann Hesse… sólo con lo que vende pagamos esta fiesta y todos los libros que publican sin éxito”. Diez años después, cuando se cumplen cincuenta desde su muerte en Suiza, Hermann Hesse sigue siendo un autor de fama mundial y un bestseller. Por el mundo circulan entre 125 y 150 millones de libros suyos, según quién calcule. Hay pocos autores más leídos, menos aún en lengua alemana. En su país natal se conmemora el cincuenta aniversario de su muerte con diversos actos públicos y una notable atención mediática. Der Spiegel le dedica la portada provocadora de la semana: un fotomontaje lo muestra haciéndole una higa al lector. Es una manipulación de la portada que el prestigioso semanario reservó en 1958 al entonces “último Nobel de Literatura en lengua alemana”. Ya hablaba de sus libros como “objetos de culto” para una masa de lectores. Le habían dado el Premio Nobel en 1946.
Hesse era ya tan famoso que siempre respondía a las cartas de sus
lectores con la misma cuartilla impresa y colgó de su puerta un cartel de “no
se reciben visitas”. Ya en los años 30, el escritor austriaco Robert Musil
despreciaba estas rarezas como “debilidades propias de un hombre más grande que
él”. De Hesse se ha dicho que es un maestro del kitsch romántico o un escritor
propio de adolescentes. Generaciones de escolares se han pasado ejemplares de Demian o de Siddhartha como pasan
librillos de papel de fumar. Con el desarrollo del gusto y el abandono de
ciertas costumbres, algunos lectores abjuran más tarde, pero Hesse permanece en
las estanterías hasta que lo recupera la siguiente hornada. Ya hace 108 años
que se hizo famoso con la novela Peter
Camenzind. Hoy, tanto su localidad natal Calw como la de
Montagnolo, donde murió el 9 de agosto de 1962 a los 85 años, mantienen sendos
museos dedicados a su memoria.
Las novelas de Hesse son una suerte de autobiografía en etapas. Empezando
por el poblachón suabo de 23.000 habitantes donde nació en 1877. A Calw le
sobran cualidades para asfixiar a un muchacho letraherido. Es pequeño,
laborioso y acogedor en el peor sentido turístico: “aquí siempre me han tomado
por medio extranjero y es verdad que lo soy”. Con 26 años, Hesse ya vivía en
Suiza, a distancia prudencial de los escenarios de su complicada infancia y
juventud. La memoria del rigor luterano del hogar paterno y del ambiente
provinciano de Calw es el sustrato de diversas historias suyas, como Bajo
las ruedas. A las
autoridades no les importa este desapego y, lo mismo que Charleville dedica un
monumento a Arthur Rimbaud en la Plaza de la Estación que él aborreció en sus
versos, Calw se presenta hoy como la ciudad de Hesse. Hace cuatro años que
acoge festivales benéficos de música rock en su memoria.
Para el que escribe literatura por vocación, el alemán conserva la
definición romántica dichter. Irse del pueblo y
alejarse de los planes familiares fueron el primer motivo de Hesse. Quería
“escribir o nada”. Su padre Johannes, que fue misionero luterano en India,
aspiraba que el niño siquiera sus pasos. Él se negó y empezó varias formaciones
y las abandonó todas. Al parecer, no consideraba que ser escritor pudiera
convertirse en una profesión, así que escribía mientras trabajaba de librero en
Basilea. Después, cuando los fundamentos de la civilización en Europa se vieron
sacudidos por las dos Guerras mundiales, Hermann Hesse siguió dándose vueltas a
sí mismo desde Suiza con El lobo estepario, Narciso
y Goldmundo o, más
tarde, El juego de los Abalorios.
Siempre con pocas variedades en su estilo de cepa decimonónica.
Las idas y vueltas del prestigio literario de Hesse son tan
desconcertantes como algunos de sus temas esotéricos. Escritores de nombradía
tan sólida como Thomas Mann o Rainer Maria Rilke lo elogiaron en vida. Después
fue el escritor de los hippies. Hoy se le relaciona con los nuevos movimientos
contestatarios mundiales. Quizá parte de la explicación es que hizo de sí mismo
un escenario espiritual y sentimental coherente, una especie de Yoknapatawpha o
Macondo romántico y fugitivo de su época convulsa. Uno puede aburrirse y
largarse, pero también regresar si le parece.
Tomado
de El País
- 8 de agosto de 2012
Publicación
N° 12
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