lunes, 19 de noviembre de 2012

Los objetos viajan por rutas misteriosas


Una nueva generación, "tan moderna como no occidental", ha creado la forma de contar historias

Por Orhan Pamuk


En su juventud el Nobel Orhan Pamuk sacaba fotos de Estambul, 
sede de su Museo de la Inocencia, abierto hace medio año. / Richard Kalvar (Magnum)


Los museos que visité en mi infancia, no solo en Estambul, sino incluso en París, adonde fui por primera vez en 1959, eran lugares desprovistos de alegría, insuflados de la atmósfera de una oficina gubernamental. En consonancia con esa misión sancionada por el Estado, y compartida por la escuela, de contarnos la "historia nacional” en la que se supone que debemos creer, estos grandes museos contenían exposiciones autoritarias de objetos diversos cuyo propósito no terminábamos de comprender, y que pertenecían a reyes, sultanes, generales y líderes religiosos cuyas vidas e historias estaban muy alejadas de las nuestras. Era imposible establecer una conexión personal con ninguno de los objetos expuestos en estas instituciones monumentales. Aun y con todo, sabíamos perfectamente lo que se suponía que debíamos sentir: respeto por lo que se conoce como “historia nacional”; miedo del poder del Estado, y una humildad que ensombrecía nuestra propia individualidad.


La idea del Museo de la Inocencia ya estaba formada en su totalidad en mi mente a finales de los años noventa: se trataba de crear una novela y un museo que contaran la historia de dos familias de Estambul, una adinerada y la otra de clase media baja, y del romance obsesivo de sus hijos. La novela iba a girar en torno a un hombre rico que se enamora de su prima, más pobre, en el Estambul de los años setenta, cuando la intimidad sexual fuera del matrimonio era tabú incluso entre la burguesía más próspera y occidentalizada. Esta joven, la hermosa hija de un profesor de historia jubilado y una costurera, corresponde al amor de su pariente rico, en parte porque está buscando la manera de abandonar su empleo como dependienta y convertirse en estrella de cine, pero también porque le ama de verdad. El rico protagonista de la novela, enamorado de su prima, aplaca su desesperación coleccionando cualquier objeto que su amada haya tocado, y a medida que su triste historia alcanza su final, decide que todas estas cosas han de ser expuestas en un museo. Yo creo que si los museos, como las novelas, se centraran más en historias privadas y personales, serían más capaces de extraer y mostrar nuestra humanidad colectiva.

La colección de objetos que yo había empezado a reunir en torno a esta época sería el vehículo, en el museo, de la historia de las familias y de los amantes apasionados. Por un lado, la novela ofrecería un relato realista de la emocionante historia de los amantes —como la historia de Leyla y Mecnum, la versión otomana de Romeo y Julieta— y, por otro, el museo iba a ser un lugar donde objetos de la vida cotidiana en Estambul en la segunda mitad del siglo XX serían desplegados en una atmósfera especial. La novela se publicó en 2008 (y en español en 2009). El Museo de la Inocencia en sí abrió en Estambul hace medio año. Yo llevaba 15 años con este proyecto en mente y tengo toda la intención de seguir trabajando en él durante el resto de mi vida; aquí lo que quiero hacer es explorar adónde ha llegado esta historia hasta el momento, y comentar algunas de sus consecuencias no buscadas.

Una de las vitrinas del El museo de la inocencia.

A principios de 1999 compré una casa en Çukurcuma, no lejos de mi estudio. Empecé a imaginar que Füsun, la heroína de mi novela, viviría en ese edificio con sus padres, y al mismo tiempo me puse a pensar en cómo convertir ese hogar en un museo.

En los años sesenta, cuando yo era un estudiante de bachillerato, cuando todavía pensaba que quería ser pintor, solía venir por estas calles deprimidas para sacar fotos preparatorias para las estampas de Estambul al estilo de Pisarro y Utrillo que me gustaba pintar. Desde que, una noche de 1964, el Gobierno había obligado a emigrar a Grecia a toda la población originaria de allí, la zona se había ido asemejando a una ciudad fantasma. Cada vez que mis padres tenían una de sus incontables, interminables discusiones, nos trasladábamos temporalmente a un piso cercano, en un edificio propiedad de mi abuelo que nos había legado. Cada vez que me tocaba a mí, mi madre me daba un enorme tambor de plástico y me enviaba a la tienda de la esquina a traer gasóleo para la cocina, porque en las ventas de este barrio, en el que los edificios que se erguían a ambos lados de las calles estrechas y oscuras no tenían ni ascensores ni calefacción central, todavía se vendía carbón y gasóleo para las cocinas hasta los años noventa, como seguía siendo normal en las ciudades de provincias. Las pilas de carbón y de madera llegaban al barrio en carretas tiradas por caballos, y se descargaban en las aceras. Por allí no circulaban muchos coches, así que los niños jugaban a la pelota cómodamente en las callejuelas. Las calles menos transitadas estaban salpicadas de antros baratos y burdeles.

A mediados de los años setenta, tras aparcar mis planes de hacerme pintor y arquitecto, estaba intentando terminar mi novela, y, por ese motivo, me había trasladado a uno de los pisos que habíamos heredado de mi abuelo. A veces, las peleas entre los borrachos que visitaban a las chicas de los clubes y los matones que hacían de guardaespaldas de las chicas se alargaban tanto que nosotros, los residentes de aquellas habitaciones frías y oscuras, esperando en vano a que el ruido de la calle se apaciguase para poder dormir, recurríamos al lanzamiento de botellas vacías, bombillas y mandarinas. Después del golpe militar de 1980 se cerraron los burdeles de las callejas de Beyoglu y Cihangir, y la policía se volvió menos tolerante con los carteristas, ladrones y robabolsos; el destino del barrio cambió. Otro elemento que fue decisivo para la evolución de la zona fue, como pude atestiguar de primera mano, el influjo de una nueva generación de coleccionistas de clase media que venían a comprar al pequeño mercadillo de segunda mano cerca del edificio del museo.

Hacia finales de los noventa, con mi novela y mi museo firmes en mi cabeza, empecé a comprar un gran número de objetos en el puñado de tiendas que componían el mercadillo en esta época. En lugar de escribir sobre los objetos (la taza de té, el par de zapatos amarillos, el rallador de membrillo) que utilizaban los personajes de mi novela, y solo entonces salir a buscar sus réplicas físicas, hice lo contrario, lo que entrañaba un proceso más lógico: salía de compras antes, o me llevaba, de las casas de amigos que aún los conservaban, muebles viejos, papeleo diverso, pólizas de seguros, documentos variados, extractos de cuentas bancarias y, por supuesto, fotografías (“para mi museo y mi novela” era la excusa), así que escribí mi libro basándome en todas estas cosas compradas o conseguidas y recreándome a placer en su descripción. Un viejo taxímetro encontrado en una tienda o el triciclo de un niño de casa de un conocido funcionaron como inspiración para nuevas peripecias que estaban aún por escribir. Algunos objetos, en cambio, se quedaron sin usar y no encontraron hueco ni en la novela ni en el museo simplemente porque la historia nunca se movió en una dirección adecuada. Fue lo que pasó, por ejemplo, con el farol de un viejo coche de caballos y con el contador de gas de cuando la ciudad tenía calefacción central, dos objetos comprados con gran entusiasmo. Para 2008, cuando terminé el libro y se publicó en Estambul, mi oficina había sido tomada por toda esta parafernalia, para gran preocupación de mis amigos.

En la novela, la historia del personaje principal, Kemal, sigue la plantilla de un melodrama del cine turco: se enamora de una chica de un ambiente menos privilegiado y sufre un enorme tormento cuando ella se casa con otro. Durante años, él colecciona las cosas que ella haya tocado (una amplia gama de objetos, de colillas a horquillas, de zapatos a informes escolares) para luego exponerlas en un museo. Como él mismo deja claro al final de la novela, el objetivo de Kemal al hacer todo esto es redimir de algún modo su triste y vergonzosa historia y convertirla en algo de lo que pueda sentirse orgulloso. “Entendemos lo que Kemal está haciendo en la novela”, me decían mis amigos, “¿pero por qué estás tú haciendo un museo acerca de lo mismo sobre lo que ya has escrito todo un libro? ¿Es que no crees en el poder de las palabras y de la imaginación de la gente? ¿Es que no crees en la literatura?”.

Quería responder a mis amigos recordándoles algo sobre lo que había escrito en mi libro Estambul: entre los 7 y los 22 años me entregué al arte y soñaba con convertirme en pintor, y desde entonces el artista que yace dormido en el fondo de mi alma ha estado buscando una oportunidad para volver a la vida. También sentía la necesidad de señalar que aunque las novelas apelan a nuestra imaginación verbal, el arte y los museos estimulan nuestra imaginación visual; la novela y el museo se ocupaban, por tanto, de aspectos completamente diferentes de la misma historia. (Precisamente por esto, quienes visitan el museo, ahora que ha abierto, comparten las mismas reacciones, independientemente de si han leído o no la novela). Muchas veces me limitaba a confesar que en realidad no sabía lo que estaba haciendo, y que de hecho ni siquiera me interesaba saberlo —por lo menos no todavía—. Tal vez, les decía, comprenderé el verdadero significado de ese proyecto de novela —y— museo dentro de un par de años, después de inaugurar el museo, y tal vez incluso lo revele a mis estudiantes en la Universidad de Columbia. Pero sí sabía ya una cosa: lo que dispara la mente creativa, en el arte tanto como en la literatura, no es solo la voluntad de transmitir la energía de las ideas, sino un deseo de relacionarte físicamente con determinados temas y objetos.

Orhan Pamuk durante la presentación en 2008 de su libro 'El museo de la inocencia'. / Reuters

Como parte de mi investigación tanto para la novela como para el museo, pasé mucho tiempo visitando los pequeños museos de las calles menos conocidas de las metrópolis occidentales. Y así, como visitante procedente de un país relativamente pobre y no occidental, fue como me di cuenta por primera vez de que los museos personales y a pequeña escala de las callejas de Europa son mucho más adecuados de lo que puedan serlo los grandes y monumentales museos del Estado para contar la clase de historia que se centra en los seres humanos que nos interesa a los novelistas. También sentía una profunda empatía con las historias personales de coleccionistas obsesivos y en general olvidados. Y finalmente, ojeando los mercadillos de ciudades no occidentales (Bombay, Buenos Aires, San Petersburgo) en los años 2000, me di cuenta de que exactamente los mismos viejos saleros, relojes y cachivaches variados que veía en las tiendas de segunda mano de una Estambul cada vez más próspera podían en realidad encontrarse fácilmente por todo el mundo. Como aves migratorias, los objetos también viajaban por rutas misteriosas. Tal vez se necesite un nuevo campo de estudio (¿modernidad comparada?) para desarrollar y poner por escrito estas observaciones, que seguro han hecho también muchos otros.

La vida de mi personaje, Kemal, es la demostración de una verdad: el corazón humano es igual a lo largo y ancho del mundo. Todos nosotros —o por lo menos la mayoría— nos enamoramos, de una u otra manera; la mayoría de nosotros, frente a una pérdida traumática en la vida o en el amor, encontramos consuelo aferrándonos a objetos. Pero el modo como experimentamos el amor o el impulso de acumular cosas cambian de una cultura y de un país a otro. El Museo de la Inocencia se centra en esos coleccionistas con el corazón roto que viven en el medio cuasi-moderno de un país musulmán en el que hombres y mujeres solteros tienen pocas ocasiones para interactuar, y en el que la comunicación a través de miradas, el regalo de objetos, los silencios cargados de significado y los juegos que establecen los amantes para probar obstinadamente la voluntad del otro son tan refinados que alcanzan la categoría de arte.

Los primeros “coleccionistas modernos”, en el sentido occidental, de Estambul surgieron a mediados de los años noventa, justo al tiempo que la ciudad experimentaba un aumento inesperado de su prosperidad. Estos coleccionistas de nueva generación eran más racionales y tenían más confianza en sí mismos que sus predecesores, que ni sabían ni tenían verdadero deseo de entender por qué sentían la necesidad de coleccionar cosas viejas, y a menudo llegaban al final de sus vidas en casas tomadas por los trastos. A la nueva generación le interesaban, entre otras cosas, los pósteres de las películas, las fotografías promocionales de sus estrellas, las figuritas coleccionables de deportistas que venían con los chicles o con las chocolatinas, las cerillas, las postales viejas y las tarjetas telefónicas. Vi las mismas cosas expuestas por coleccionistas de mediana edad y clase media en sus tiendas de Singapur, Hong Kong, El Cairo, México y Brasil. La creciente expansión de Internet a lo largo de la pasada década ha hecho que coleccionar sea más fácil y más habitual, y ha dado pie al surgimiento de una generación de coleccionistas más centrados y más decididos, con base en estas economías en crecimiento. Entre mis amigos con interés por las ciencias políticas y económicas se usa de vez en cuando la expresión “economías emergentes”; mi instinto siempre se inclina hacia la idea de “humanidades emergentes”.

El crecimiento económico que hemos visto en países no occidentales durante los últimos 10 años está permitiendo la aparición de una nueva generación de humanidad, tan moderna como no occidental, cuyas historias estoy seguro de que figurarán, pronto y de forma habitual, en la literatura que leamos. El tema no es demostrar la riqueza de la historia y la cultura china, india, mexicana, iraní o turca —es algo que también hay que hacer, está claro, pero no es una labor difícil—. El verdadero reto estriba en contar, con la misma brillantez, profundidad y potencia, las historias de los seres humanos individuales que están viviendo ahora en esas naciones. Y por eso debemos concebir un nuevo tipo de museo: en lugar de instituciones sancionadas por el Estado albergadas en edificios monumentales que dominan barrios enteros (como el Louvre o el Metropolitan) y que intentan contar una historia nacional, necesitamos imaginar un tipo de museo más humilde, más modesto, que se centre en las historias de los seres humanos como individuos, que no arranca objetos del entorno al que pertenecen, y que es capaz de convertir los barrios y las calles en los que están situados, así como las casas y las tiendas de alrededor, en parte integral de sus exposiciones. Todos ganaremos una comprensión más profunda de la humanidad cuando los comisarios modernos desvíen la mirada de la rica “alta” cultura del pasado —como aquellos primeros novelistas que se cansaron de escribir sagas sobre reyes— y observen, en cambio, las vidas que llevamos y las casas en las que vivimos, especialmente fuera del mundo occidental. El futuro de los museos está dentro de nuestras propias casas.

Estambul

El Museo de la Inocencia. Orhan Pamuk.
(Mondadori, Bromera, Círculo de Lectores, Galaxia, Debolsillo).
Traducción de Eva Cruz.

Tomado de El País de España – 17 de noviembre de 2012

Publicación N° 40

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