Una
nueva generación, "tan moderna como no occidental", ha creado la
forma de contar historias
Por Orhan Pamuk
En su
juventud el Nobel Orhan Pamuk sacaba fotos de Estambul,
sede de su Museo de la
Inocencia, abierto hace medio año. / Richard Kalvar (Magnum)
Los
museos que visité en mi infancia, no solo en Estambul, sino incluso en París,
adonde fui por primera vez en 1959, eran lugares desprovistos de alegría,
insuflados de la atmósfera de una oficina gubernamental. En consonancia con esa
misión sancionada por el Estado, y compartida por la escuela, de contarnos la
"historia nacional” en la que se supone que debemos creer, estos grandes
museos contenían exposiciones autoritarias de objetos diversos cuyo propósito
no terminábamos de comprender, y que pertenecían a reyes, sultanes, generales y
líderes religiosos cuyas vidas e historias estaban muy alejadas de las
nuestras. Era imposible establecer una conexión personal con ninguno de los
objetos expuestos en estas instituciones monumentales. Aun y con todo, sabíamos
perfectamente lo que se suponía que debíamos sentir: respeto por lo que se
conoce como “historia nacional”; miedo del poder del Estado, y una humildad que
ensombrecía nuestra propia individualidad.
La
idea del Museo de la Inocencia ya estaba formada en su totalidad en mi mente a
finales de los años noventa: se trataba de crear una novela y un museo que
contaran la historia de dos familias de Estambul, una adinerada y la otra de
clase media baja, y del romance obsesivo de sus hijos. La novela iba a girar en
torno a un hombre rico que se enamora de su prima, más pobre, en el Estambul de
los años setenta, cuando la intimidad sexual fuera del matrimonio era tabú
incluso entre la burguesía más próspera y occidentalizada. Esta joven, la
hermosa hija de un profesor de historia jubilado y una costurera, corresponde
al amor de su pariente rico, en parte porque está buscando la manera de
abandonar su empleo como dependienta y convertirse en estrella de cine, pero
también porque le ama de verdad. El rico protagonista de la novela, enamorado
de su prima, aplaca su desesperación coleccionando cualquier objeto que su
amada haya tocado, y a medida que su triste historia alcanza su final, decide
que todas estas cosas han de ser expuestas en un museo. Yo creo que si los
museos, como las novelas, se centraran más en historias privadas y personales,
serían más capaces de extraer y mostrar nuestra humanidad colectiva.
La
colección de objetos que yo había empezado a reunir en torno a esta época sería
el vehículo, en el museo, de la historia de las familias y de los amantes
apasionados. Por un lado, la novela ofrecería un relato realista de la
emocionante historia de los amantes —como la historia de Leyla y Mecnum, la
versión otomana de Romeo y Julieta— y, por otro, el museo iba a ser un lugar
donde objetos de la vida cotidiana en Estambul en la segunda mitad del siglo XX
serían desplegados en una atmósfera especial. La novela se publicó en 2008 (y
en español en 2009). El Museo de la Inocencia en sí abrió en Estambul hace
medio año. Yo llevaba 15 años con este proyecto en mente y tengo toda la
intención de seguir trabajando en él durante el resto de mi vida; aquí lo que
quiero hacer es explorar adónde ha llegado esta historia hasta el momento, y
comentar algunas de sus consecuencias no buscadas.
Una
de las vitrinas del El museo de la inocencia.
A
principios de 1999 compré una casa en Çukurcuma, no lejos de mi estudio. Empecé
a imaginar que Füsun, la heroína de mi novela, viviría en ese edificio con sus
padres, y al mismo tiempo me puse a pensar en cómo convertir ese hogar en un
museo.
En
los años sesenta, cuando yo era un estudiante de bachillerato, cuando todavía
pensaba que quería ser pintor, solía venir por estas calles deprimidas para
sacar fotos preparatorias para las estampas de Estambul al estilo de Pisarro y
Utrillo que me gustaba pintar. Desde que, una noche de 1964, el Gobierno había
obligado a emigrar a Grecia a toda la población originaria de allí, la zona se
había ido asemejando a una ciudad fantasma. Cada vez que mis padres tenían una
de sus incontables, interminables discusiones, nos trasladábamos temporalmente
a un piso cercano, en un edificio propiedad de mi abuelo que nos había legado.
Cada vez que me tocaba a mí, mi madre me daba un enorme tambor de plástico y me
enviaba a la tienda de la esquina a traer gasóleo para la cocina, porque en las
ventas de este barrio, en el que los edificios que se erguían a ambos lados de
las calles estrechas y oscuras no tenían ni ascensores ni calefacción central,
todavía se vendía carbón y gasóleo para las cocinas hasta los años noventa,
como seguía siendo normal en las ciudades de provincias. Las pilas de carbón y
de madera llegaban al barrio en carretas tiradas por caballos, y se descargaban
en las aceras. Por allí no circulaban muchos coches, así que los niños jugaban
a la pelota cómodamente en las callejuelas. Las calles menos transitadas
estaban salpicadas de antros baratos y burdeles.
A
mediados de los años setenta, tras aparcar mis planes de hacerme pintor y
arquitecto, estaba intentando terminar mi novela, y, por ese motivo, me había
trasladado a uno de los pisos que habíamos heredado de mi abuelo. A veces, las
peleas entre los borrachos que visitaban a las chicas de los clubes y los
matones que hacían de guardaespaldas de las chicas se alargaban tanto que
nosotros, los residentes de aquellas habitaciones frías y oscuras, esperando en
vano a que el ruido de la calle se apaciguase para poder dormir, recurríamos al
lanzamiento de botellas vacías, bombillas y mandarinas. Después del golpe
militar de 1980 se cerraron los burdeles de las callejas de Beyoglu y Cihangir,
y la policía se volvió menos tolerante con los carteristas, ladrones y
robabolsos; el destino del barrio cambió. Otro elemento que fue decisivo para
la evolución de la zona fue, como pude atestiguar de primera mano, el influjo
de una nueva generación de coleccionistas de clase media que venían a comprar
al pequeño mercadillo de segunda mano cerca del edificio del museo.
Hacia
finales de los noventa, con mi novela y mi museo firmes en mi cabeza, empecé a
comprar un gran número de objetos en el puñado de tiendas que componían el
mercadillo en esta época. En lugar de escribir sobre los objetos (la taza de
té, el par de zapatos amarillos, el rallador de membrillo) que utilizaban los
personajes de mi novela, y solo entonces salir a buscar sus réplicas físicas,
hice lo contrario, lo que entrañaba un proceso más lógico: salía de compras
antes, o me llevaba, de las casas de amigos que aún los conservaban, muebles
viejos, papeleo diverso, pólizas de seguros, documentos variados, extractos de
cuentas bancarias y, por supuesto, fotografías (“para mi museo y mi novela” era
la excusa), así que escribí mi libro basándome en todas estas cosas compradas o
conseguidas y recreándome a placer en su descripción. Un viejo taxímetro
encontrado en una tienda o el triciclo de un niño de casa de un conocido
funcionaron como inspiración para nuevas peripecias que estaban aún por
escribir. Algunos objetos, en cambio, se quedaron sin usar y no encontraron
hueco ni en la novela ni en el museo simplemente porque la historia nunca se
movió en una dirección adecuada. Fue lo que pasó, por ejemplo, con el farol de
un viejo coche de caballos y con el contador de gas de cuando la ciudad tenía
calefacción central, dos objetos comprados con gran entusiasmo. Para 2008,
cuando terminé el libro y se publicó en Estambul, mi oficina había sido tomada
por toda esta parafernalia, para gran preocupación de mis amigos.
En
la novela, la historia del personaje principal, Kemal, sigue la plantilla de un
melodrama del cine turco: se enamora de una chica de un ambiente menos
privilegiado y sufre un enorme tormento cuando ella se casa con otro. Durante
años, él colecciona las cosas que ella haya tocado (una amplia gama de objetos,
de colillas a horquillas, de zapatos a informes escolares) para luego
exponerlas en un museo. Como él mismo deja claro al final de la novela, el
objetivo de Kemal al hacer todo esto es redimir de algún modo su triste y
vergonzosa historia y convertirla en algo de lo que pueda sentirse orgulloso.
“Entendemos lo que Kemal está haciendo en la novela”, me decían mis amigos,
“¿pero por qué estás tú haciendo un museo acerca de lo mismo sobre lo que ya
has escrito todo un libro? ¿Es que no crees en el poder de las palabras y de la
imaginación de la gente? ¿Es que no crees en la literatura?”.
Quería
responder a mis amigos recordándoles algo sobre lo que había escrito en mi
libro Estambul: entre los 7 y los 22 años me entregué al arte y soñaba con
convertirme en pintor, y desde entonces el artista que yace dormido en el fondo
de mi alma ha estado buscando una oportunidad para volver a la vida. También
sentía la necesidad de señalar que aunque las novelas apelan a nuestra
imaginación verbal, el arte y los museos estimulan nuestra imaginación visual;
la novela y el museo se ocupaban, por tanto, de aspectos completamente
diferentes de la misma historia. (Precisamente por esto, quienes visitan el
museo, ahora que ha abierto, comparten las mismas reacciones,
independientemente de si han leído o no la novela). Muchas veces me limitaba a
confesar que en realidad no sabía lo que estaba haciendo, y que de hecho ni
siquiera me interesaba saberlo —por lo menos no todavía—. Tal vez, les decía,
comprenderé el verdadero significado de ese proyecto de novela —y— museo dentro
de un par de años, después de inaugurar el museo, y tal vez incluso lo revele a
mis estudiantes en la Universidad de Columbia. Pero sí sabía ya una cosa: lo
que dispara la mente creativa, en el arte tanto como en la literatura, no es
solo la voluntad de transmitir la energía de las ideas, sino un deseo de
relacionarte físicamente con determinados temas y objetos.
Orhan
Pamuk durante la presentación en 2008 de su libro 'El museo de la inocencia'. /
Reuters
Como
parte de mi investigación tanto para la novela como para el museo, pasé mucho
tiempo visitando los pequeños museos de las calles menos conocidas de las
metrópolis occidentales. Y así, como visitante procedente de un país
relativamente pobre y no occidental, fue como me di cuenta por primera vez de
que los museos personales y a pequeña escala de las callejas de Europa son
mucho más adecuados de lo que puedan serlo los grandes y monumentales museos
del Estado para contar la clase de historia que se centra en los seres humanos
que nos interesa a los novelistas. También sentía una profunda empatía con las
historias personales de coleccionistas obsesivos y en general olvidados. Y
finalmente, ojeando los mercadillos de ciudades no occidentales (Bombay, Buenos
Aires, San Petersburgo) en los años 2000, me di cuenta de que exactamente los
mismos viejos saleros, relojes y cachivaches variados que veía en las tiendas
de segunda mano de una Estambul cada vez más próspera podían en realidad
encontrarse fácilmente por todo el mundo. Como aves migratorias, los objetos
también viajaban por rutas misteriosas. Tal vez se necesite un nuevo campo de
estudio (¿modernidad comparada?) para desarrollar y poner por escrito estas
observaciones, que seguro han hecho también muchos otros.
La
vida de mi personaje, Kemal, es la demostración de una verdad: el corazón
humano es igual a lo largo y ancho del mundo. Todos nosotros —o por lo menos la
mayoría— nos enamoramos, de una u otra manera; la mayoría de nosotros, frente a
una pérdida traumática en la vida o en el amor, encontramos consuelo
aferrándonos a objetos. Pero el modo como experimentamos el amor o el impulso
de acumular cosas cambian de una cultura y de un país a otro. El Museo de la
Inocencia se centra en esos coleccionistas con el corazón roto que viven en el
medio cuasi-moderno de un país musulmán en el que hombres y mujeres solteros
tienen pocas ocasiones para interactuar, y en el que la comunicación a través
de miradas, el regalo de objetos, los silencios cargados de significado y los
juegos que establecen los amantes para probar obstinadamente la voluntad del
otro son tan refinados que alcanzan la categoría de arte.
Los
primeros “coleccionistas modernos”, en el sentido occidental, de Estambul
surgieron a mediados de los años noventa, justo al tiempo que la ciudad
experimentaba un aumento inesperado de su prosperidad. Estos coleccionistas de
nueva generación eran más racionales y tenían más confianza en sí mismos que
sus predecesores, que ni sabían ni tenían verdadero deseo de entender por qué
sentían la necesidad de coleccionar cosas viejas, y a menudo llegaban al final
de sus vidas en casas tomadas por los trastos. A la nueva generación le
interesaban, entre otras cosas, los pósteres de las películas, las fotografías
promocionales de sus estrellas, las figuritas coleccionables de deportistas que
venían con los chicles o con las chocolatinas, las cerillas, las postales
viejas y las tarjetas telefónicas. Vi las mismas cosas expuestas por
coleccionistas de mediana edad y clase media en sus tiendas de Singapur, Hong
Kong, El Cairo, México y Brasil. La creciente expansión de Internet a lo largo
de la pasada década ha hecho que coleccionar sea más fácil y más habitual, y ha
dado pie al surgimiento de una generación de coleccionistas más centrados y más
decididos, con base en estas economías en crecimiento. Entre mis amigos con
interés por las ciencias políticas y económicas se usa de vez en cuando la
expresión “economías emergentes”; mi instinto siempre se inclina hacia la idea
de “humanidades emergentes”.
El
crecimiento económico que hemos visto en países no occidentales durante los
últimos 10 años está permitiendo la aparición de una nueva generación de
humanidad, tan moderna como no occidental, cuyas historias estoy seguro de que
figurarán, pronto y de forma habitual, en la literatura que leamos. El tema no
es demostrar la riqueza de la historia y la cultura china, india, mexicana,
iraní o turca —es algo que también hay que hacer, está claro, pero no es una
labor difícil—. El verdadero reto estriba en contar, con la misma brillantez,
profundidad y potencia, las historias de los seres humanos individuales que
están viviendo ahora en esas naciones. Y por eso debemos concebir un nuevo tipo
de museo: en lugar de instituciones sancionadas por el Estado albergadas en
edificios monumentales que dominan barrios enteros (como el Louvre o el
Metropolitan) y que intentan contar una historia nacional, necesitamos imaginar
un tipo de museo más humilde, más modesto, que se centre en las historias de
los seres humanos como individuos, que no arranca objetos del entorno al que
pertenecen, y que es capaz de convertir los barrios y las calles en los que
están situados, así como las casas y las tiendas de alrededor, en parte
integral de sus exposiciones. Todos ganaremos una comprensión más profunda de
la humanidad cuando los comisarios modernos desvíen la mirada de la rica “alta”
cultura del pasado —como aquellos primeros novelistas que se cansaron de
escribir sagas sobre reyes— y observen, en cambio, las vidas que llevamos y las
casas en las que vivimos, especialmente fuera del mundo occidental. El futuro
de los museos está dentro de nuestras propias casas.
Estambul
El
Museo de la Inocencia. Orhan Pamuk.
(Mondadori,
Bromera, Círculo de Lectores, Galaxia, Debolsillo).
Traducción
de Eva Cruz.
Tomado
de El País de España – 17 de noviembre de 2012
Publicación N° 40
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