Este artículo nos lleva a la celebración del 20 aniversario del Museo
Thyssen Bornemisza en Madrid, donde el próximo lunes 8 se inaugura la exposición
dedicada a Paul Gaugin y su influencia en la pintura de vanguardia.
Por Ángeles García / Manuel Morales
Dos mujeres jóvenes, una de frente y otra de perfil están sentadas en el
suelo entretenidas con alguna labor del campo. Sus potentes piernas y brazos al
aire destilan poder, pero están caídos sobre el suelo y sobre el cuerpo Sus
rostros oscuros y negras melenas no expresan emociones. Ambas van vestidas con
coloridos vestidos que llenan de luz la imagen. Su actitud contemplativa las
transforma en máscaras situadas delante del espectador, sin ninguna
perspectiva. Se trata de Parau api (¿Qué hay de nuevo?) (1892), una de las
telas más famosas de la historia de la pintura, pintada por Paul Gauguin en
1892. Este es el cuadro elegido para recorrer con el artista francés (París,
1848- Atuona, Polinesia francesa, 1903) sus viajes por los mares del Sur y
transitar con él por los abismos que transformaron su concepción del arte, que
marcó dos grandes movimientos del siglo XX: el fauvismo francés y el
expresionismo alemán.
El colorido salvaje y plano a la vez de los nativos y los paisajes
arcádicos que llevó a sus lienzos hicieron de él uno de los artistas más
influyentes de toda la historia del arte. Son muchas las exposiciones que se le
han dedicado en todo el mundo y, al igual que Picasso, siempre hay caminos
nuevos por explorar para disfrutar de su obra.
El Museo Thyssen, que le dedicó una compleja antológica en 2005, ha
escogido a Gauguin para celebrar dos décadas de existencia que se cumplen el
lunes 8. Gauguin está representado en la colección de Carmen Thyssen con siete
obras maestras, entre las que destaca Mata Mua (Érase una vez), un cuadro que
representa como ningún otro el mundo idílico que perseguía Gauguin. Es un
paisaje rodeado de montañas en el que un grupo de mujeres adora a Hina, la
deidad que simboliza la Luna. Esas mujeres que bailan en medio de su peculiar
paraíso son una perfecta metáfora del mundo que el artista buscaba en islas
remotas de la Polinesia francesa. No sabía que el mundo del que venía huyendo
ya había contaminado también el paraíso remoto que necesitaba encontrar para
empezar de cero en su atormentada vida y reinventar su forma de entender la
pintura.
Gauguin realiza su primer viaje a Tahití en 1891, con 43 años. Enfermo
de sífilis, busca calma para renacer como persona y como artista. Hijo de una
familia liberal, de niño tuvo que huir con su familia a América después del
golpe de Estado de Napoleón III en 1851, un viaje durante el que se quedó
huérfano de padre y la madre se ve vio obligada a recurrir a la generosidad de
unos parientes que vivían en Lima (Perú). El entorno natural de esos primeros
años influirán en gran parte de su obra. Vendrían después su vuelta a Francia,
su éxito como agente en la bolsa, su matrimonio y sus cinco hijos, su inmersión
en el impresionismo y la posterior debacle de su cómodo nido familiar y
profesional tras la debacle de la economía.
Su viaje a la Polinesia es una incursión en lo exótico, pero también una
búsqueda desesperada de otra forma de vida y ese es el momento con el que
arranca la exposición que hoy viernes se presenta en la Fundación Thyssen. La
comisaria Paloma Alarcó, jefa de Conservación de Pintura Moderna del Museo
Thyssen-Bornemisza, ha escogido 111 obras prestadas por colecciones públicas y
privadas de todo el mundo para narrar la aventura de Gauguin y su influencia en
generaciones posteriores. Hay obras de la Fondation Beyeler de Basilea, el
Albertina de Viena, el Bellas Artes de Budapest, la National Gallery de
Washington o el Pushkin de Moscú.
La intención del artista es llevar una existencia armoniosa, acorde con
la inocencia y vida de los nativos "sin otra preocupación en el
mundo", escribe. "Más que expresar, como lo haría un niño, las
impresiones de mi mente, usando solo el medio del arte primitivo; el único
medio correcto, el único medio verdadero". Solo quiere amar, pintar y
morir, pero allí se encuentra con que esa paz soñada ha sido violentada por los
colonizadores y por la Iglesia y, a modo de denuncia, proclama en sus cuadros
el retorno al paraíso perdido. La primera parte de la exposición arranca con
obras que mezclan mitos ancestrales, indolencia nativa y paisajes exóticos.
En ese inicio de la exposición, los paisajes de Gauguin se exponen junto
a la versión que de escenas similares pintó Charles Laval. La Martinica, sus
mujeres nativas, las palmeras... muestran un deslumbrante paraíso tahitiano. En
las primeras salas del recorrido cuelgan la mayor parte de las 33 obras de
Gauguin reunidas para esta ocasión. "Son obras", explica la
comisaria, "en las que Gauguin cuenta lo que le hubiera gustado encontrar:
una vida idílica que él había visto en un salto atrás, antes de que llegara la
civilización y prohibieran sus bailes y su música". "En estas telas,
las montañas cercan espacios en los que los nativos dedican sus sacrificios a
los dioses y se distraen con sencillos entretenimientos como los juegos con
frutas y flores". El lenguaje pictórico que utiliza en esta época es muy
poco naturalista. Las formas son planas y la perspectiva del cuadro no existe.
Todo cae delante de los ojos del espectador.
Su intención era llevar una existencia armoniosa, acorde con la
inocencia de los nativos
Vendrán después las obras de su segundo viaje, el definitivo. Los nuevos
cuadros parecen contener los mismos elementos, pero aparecen ya los símbolos de
la maldad que los colonizadores y las iglesias protestantes y católicas han
infligido a los nativos: mujeres desnudas junto a las que aparece la serpiente
que representa el final del paraíso tal como él lo había imaginado. Y para ello
recurre a los colores oscuros y al simbolismo.
El mundo de lo primitivo es abordado en aquellos años por otros pintores
ajenos personalmente a Gauguin, y así se recuerda en la exposición: Henri
Rousseau, primero; Emil Nolde y Max Perchtein, después, tocan esos temas con
diferentes planteamientos. Paisaje tropical con un gorila atacando a un indio,
firmado por Rousseau en 1910, es una de las obras clave de este apartado.
La salvaje libertad en el uso del color de Gauguin y su influencia en
los fauvistas franceses y los expresionistas alemanes se desarrolla en las
salas siguientes, después de mostrar detalladamente su tratamiento del desnudo
y del retrato. En esos dos grandes ismos netamente europeos, la naturaleza
salvaje presidida por desnudos protagoniza un nuevo concepto de vida. Los
franceses absorben las formas y el color de Gauguin; los alemanes, la forma de
relacionarse con el mundo con unas nuevas pautas para representar el cuerpo
humano. Todos ellos participan de una misma entrega a la naturaleza y comparten
una misma esperanza por conseguir la armonía a partir de los elementos más
básicos.
Cuando Gauguin murió, en 1903, no había conseguido el reconocimiento de
la crítica en las diferentes exposiciones que se le habían dedicado en París.
La venta de su obra era tan escasa que para el primero de sus viajes tuvo que
pedir una subvención al gobierno francés. Después, las ayudas fueron
inexistentes. Su dedicación a recuperar Tahití para los maoríes y vivir como un
nativo más no le generó buena reputación en la metrópolis. Fue después de
muerto, cuando su reconocimiento internacional se extendió por toda Europa y
los artistas de todo el mundo ensalzaron y se inspiraron en su obra. Él murió
pobre, pero acompañado de quienes le habían ayudado a revolucionar el concepto
del arte.
Tomado de El País de España – 4 de octubre de 2011
Publicación N° 30
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