Por Edmundo Paz Soldán
Hace
algunos meses Los Simpson le dedicó todo un capítulo a David Foster Wallace.
"A Totally Fun Thing That Bart Will Never Do Again" se inspiraba en
uno de los más célebres ensayos/crónicas del escritor norteamericano, y era Los
Simpson en estado puro: irónico, lleno de guiños y referencias, de vuelta de
todo. Un lugar ideal para homenajear al autor de La broma infinita, pensé. ¿Por
qué no? Después de todo, ¿no era Foster Wallace irónico, cínico, meta, posmo?
Poco después descubrí -debí haberlo adivinado- que Foster Wallace creía que,
aunque Los Simpson era un show "importante", también era
"corrosivo para el alma" porque parodiaba y ridiculizaba todo;
después de una hora del show tenía que salir "a mirar una flor o algo por
el estilo".
Los
lectores descubrieron a David Foster Wallace con dos libros -The Broom of The
System (1987), La niña del pelo raro (1989- llenos de juegos de palabras
electrizantes y experimentos narrativos metaliterarios que presentaban a un
autor tan fascinado como divertido por la cultura del entretenimiento en los
Estados Unidos. Con los años, como muestra D. T. Max en Every Love Story is a
Ghost Story --su fascinante y compacta biografía de Foster Wallace--, el autor
nacido en Ithaca (Nueva York) en 1962 llegó a desdeñar esos dos primeros
libros, porque sentía que les sobraba ironía y les faltaba seriedad. A
principios de los noventa, una crisis depresiva mientras hacía un doctorado de
filosofía en Harvard, lo llevó a una estadía en una "halfway house"
para gente que se recuperaba de sus adicciones; allí tuvo la revelación que,
junto a su "anhelo disfuncional" por la escritora Mary Karr, lo
llevaría a escribir su obra maestra, La broma infinita (1996): Estados Unidos
era un país de gente adicta al entretenimiento como forma de esconder el dolor
psíquico de la vida. La literatura podía ser mucho más que un entretenimiento
sofisticado, el parque de diversiones textual de los postmodernistas. La
literatura debía ser capaz de ofrecer un modelo de cómo vivir de manera
responsable y considerada. Pynchon, el gurú de sus primeros años, debía aliarse
a Dostoievsky.
Max
va construyendo de manera detallada, sin florituras retóricas, la historia de
un autor de una inteligencia privilegiada -se sentía en casa con Derrida y
Wittgenstein, alguna vez escribió una historia del infinito-- que lo llevaba a
paradójicos callejones sin salida, y que intentó desesperadamente reconciliar
principios opuestos (el juego posmo, el sincero sentimentalismo) mientras
luchaba con una depresión severa. Uno de sus grandes logros fue el de
"universalizar sus neurosis". Max también señala que a Foster Wallace
Le hubiera gustado que La broma infinita tuviera como subtítulo "Un
entretenimiento fallido", pero su calidad literaria y su éxito comercial
conspiraban contra ello: así, irónicamente, el chico de la bandana se convirtió
en uno de los ídolos de la generación grunge, y hubo críticos que lo compararon
con Kurt Cobain, por la "torpe sinceridad" de ambos (obviamente, a
Wallace no le gustó la comparación, porque Nirvana le parecía nihilista).
Foster
Wallace pasó la última década de su vida lidiando lo mejor que pudo con el
monumento en el que se había convertido. Intentó desesperadamente tener algo en
qué creer, desde el budismo hasta la triste consolación del aburrimiento (tema
de su última novela, El Rey pálido), pero al final siempre volvía a los 12
pasos del programa de su grupo de ayuda para el tratamiento a las adicciones.
Fue pretencioso y pedante, pero no el "San David Foster Wallace" del
que se burla Bret Easton Ellis en Twitter (Max da muchos ejemplos de la forma
en que el escritor se aprovechó de su fama para acostarse con alumnas, editoras
y groupies). Pese a que la escritura no fluía como antes, parecía haber
encontrado cierta paz, y sin embargo la depresión reapareció y terminó ganando
la partida. Jonathan Franzen puede quejarse de que Foster Wallace se suicidó
para convertirse en una leyenda; lo cierto es que queda una obra que está a la
altura del monumento.
Tomado de
El Boomeran(g) – 10 de
septiembre de 2012
Publicación
N° 27
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