Por: Miguel Petrecca
Con la red de trenes de alta velocidad más extensa del
mundo, ninguna otra forma de transporte ofrece tantas posibilidades de
disfrutar del paisaje y la sociabilidad en China. Con el nuevo gobierno,
además, la competencia entre diferentes empresas remplazará al monopolio del
Estado que, sin embargo, mantendrá el planeamiento estratégico.
No es difícil entender por qué los trenes, más que cualquier
otro medio de transporte, tienen tantos defensores apasionados. Desde la
posibilidad de pasearse por su interior, tomar un café o dormir acunado por el
traqueteo de los vagones, viajar en tren comporta una serie de placeres
suplementarios que otros medios de transporte no suministran. El paisaje se
disfruta diferente desde un tren, la sociabilidad es otra, el tiempo transcurre
de una manera particular. Ninguna otra forma de transporte provee estas
posibilidades, salvo el barco. Pero los viajes en barco parecen ya algo de otra
época, algo que se aleja cada vez más de nuestra experiencia cotidiana. Los
trenes no. Los trenes, además, envejecen bien. Mientras los micros o los
aviones son reemplazados, los trenes permanecen, atraviesan generaciones y
generan un lazo de identidad con los pasajeros.
Hay pocos países donde el tren sea tan importante y donde
uno pueda llegar a tantos lados en tren como China. La densa red ferroviaria
que cubre todo el este, centro y parte del oeste permite recorrer al menos la
mitad del país saltando de un tren a otro, desde un tren más rápido a un tren
más lento, desde los modernos trenes de alta velocidad hasta los viejos trenes
comunes. En mi estadía anterior en China, entre 2008 y 2009, tomé muchos
trenes: un tren de alta velocidad que me llevó desde Pekín a Haerbin, una
ciudad en el límite norte, en unas 4 horas; dos o tres trenes de trayecto corto
o mediano, lentos y repletos de gente, y varios nocturnos que prometían la
ganga de pernoctar arriba del tren. Me gusta dormir en el tren, y las veces que
saqué pasaje en un camarote (de seis o de cuatro cuchetas), fue siempre una
experiencia muy agradable.
Pero algunos de esos nocturnos, como el de 14 horas entre
Pekín y Shanghai, los sufrí. Esa vez había comprado el asiento más barato, lo
que los chinos llaman el “asiento duro”, menos incómodo por la dureza en sí que
por el ángulo de 90 grados del respaldo, que hacía que fuera imposible dormir.
No importaba qué posición adoptara, porque el asiento parecía diseñado para
que, con los ojos cerrados, uno permaneciera perversamente consciente de su
incomodidad. Yo era el único extranjero a la vista, lo que me convirtió en el
centro de atención durante al menos las primeras tres horas de viaje,
especialmente cuando a mi alrededor descubrieron que podía hablar chino.
Varios me entregaron sus tarjetas (todavía conservo una: la
de un vendedor de alfombras), y comenzaron, con su curiosidad habitual, a
hacerme preguntas. Al rato de arrancar el vagón se llenó con los olores de la
comida. Los pasajeros iban hasta otro vagón a buscar el agua caliente para
echarle a sus sopas de fideos instantáneos. Otros sacaban patas de pollo o
embutidos. En algún momento me levanté para fumar o ir al baño y cuando volví
alguien había ocupado mi asiento. El usurpador, un hombre de mediana edad que
viajaba parado, me miró con picardía y dijo algo que no entendí. Mis compañeros
de asiento, riéndose, trataban de persuadirlo de que me devolviera el asiento,
pero yo dejé que se quedara un rato sentado, porque estar parado era un alivio.
Pasó lentamente la noche y en un momento, cuando abrí los ojos, ya era de día y
el tren estaba pasando sobre un ancho río. El Yangtzi, me dijo uno de mis
compañeros de asiento. “Una vez que crucemos el río estamos oficialmente en el
sur de China.”
Con el tiempo y la práctica de tomar trenes en China, uno se
va familiarizando con el código que aparece en los boletos y los identifica: la
letra “G” (por “Gaotie”, abreviatura de “Tren de alta Velocidad”) remite a los
trenes más rápidos, de hasta 350 km/h. Luego vienen los trenes identificados
por la letra “D” (por “dongche”), que llegan hasta 250 km/hora. El “T”, o
rápido especial, que pueden llegar hasta los 160 km/h, y el “K”, que llega
hasta 120 km/h y al que corresponde la mayor parte de los trenes chinos. La
década del 2000 se caracterizó por el énfasis en la construcción de los trenes
de alta velocidad, los trenes “G” y los “D”. A pesar de haber empezado más
tarde que otros países, China tiene hoy la red de trenes de alta velocidad más
extensa del mundo. Esta red es exhibida como una fuente de orgullo, aunque el
grave accidente de 2011, un choque entre dos trenes “D” en los suburbios de
Wenzhou, que tuvo un saldo de 40 muertos, hizo que comenzara a cuestionarse su
seguridad.
Una de las novedades que ha traído el nuevo gobierno tiene
que ver justamente con los trenes. La etapa del presidente entrante, Xi
Jinping, ha comenzado entre otras cosas con la reforma del Ministerio de
Ferrocarriles. Este poderoso Ministerio que acompañó la historia de la
República Popular China desde sus comienzos, y que hoy emplea a casi 2 millones
de personas, acaba de llegar a su fin. La idea, ahora, es pasar de un sistema
monopólico a uno en el que diferentes empresas compitan entre sí, aunque el
Estado se reserva la administración y el planeamiento estratégico de la red. La
gran preocupación en estos días, para todos aquellos para quienes el tren es
una herramienta insustituible de transporte, es si las reformas en el sistema
ferroviario implicarán un aumento de los pasajes. Varios analistas señalan que
en el mediano plazo los precios de los pasajes tenderán a converger o superar
lo precios de los pasajes aéreos, aunque el gobierno ha salido a aclarar que
mantendrá la prerrogativa de establecer el precio máximo.
Ahora acabo de volver a tomar un tren: el primero desde que
volví a China (si descuento al Maglev, el tren de altísima velocidad que une en
cinco minutos el aeropuerto de Pudong, en Shanghai, con el centro de la
ciudad). En poco más de 6 horas, este tren de alta velocidad, cuyo nombre
(“Armonía”) remite al eslogan característico de la década de Hu Jintao,
atraviesa los 1300 km. de distancia que separan Shanghai y Qingdao, una ciudad
costera de la provincia de Shandong, en el norte de China. Al revés que en
aquel viaje de 14 horas entre Pekín y Shanghai, ahora viajo de norte a sur,
atravesando las provincias de Zhejiang, Anhui y Shandong.
También la atmósfera es mucho menos animada: no hay acá el
barullo y la sociabilidad del otro tren, aunque, al igual que esa vez, y aunque
son apenas las 10 de la mañana, a poco de andar se siente el olor de los fideos
instantáneos. Termos de té y el ruido de paquetes que se abren. Algunos reciben
llamadas de teléfono: se escucha el “¡Wei, wei! (¡Hola, hola!), repetido
impacientemente cuando la señal se esfuma. Mi compañero de asiento prende la
computadora y se sumerge en una película apenas comienza el viaje.
El paisaje del otro lado de la ventanilla va transformándose
a medida que pasamos del sur hacia el norte. Al comienzo es un paisaje llano,
con canales y riachos entre campos (la forma en que se combinan agua y tierra
hacen pensar en los ideogramas: trazos de tierra y trazos de agua). Veo viejas
barquichuelas en los estanques, redes de pescadores, caminos de tierra y
autopistas, entre aldea y aldea los dormitorios
flamantes y monótonos de las ciudades industriales; algunas banderas
flameando, campesinos (mujeres y viejos casi siempre) que caminan con una pala
al hombro, árboles frutales, una fábrica de concreto. Luego el terreno se
vuelve ondulado, el tren baja a nivel del suelo y vuelve a subir. Aparecen
pequeñas colinas, una fábrica y las ruinas de una fábrica. Se acaban los
frutales y los canales, cambia también la fisonomía de las casas y las
poblaciones: los techos rojos en lugar de negros, las aldeas cada vez más
pobres y menos pintorescas, algunas casas de paredes de barro y paja. Aparecen
campos en terraza, tumbas por todas partes, montículos de paja y tierra en
medio del campo. Veo a unos campesinos quemando dinero ceremonial en medio de un
campo. Ya estamos en Shandong, y cuando el tren se detiene en Qufu, una madre
le dice a su hijo: “Esta es la ciudad de Confucio.” Se escucha el “¡¡ayoooo!!”
de alguien que se da un golpe. Ahora el terreno se vuelve más montañoso y el
tren atraviesa un túnel tras otro, pasa directo por el medio de la montaña. El
paisaje es más seco y terroso, las montañas no demasiado altas pero de perfiles
puntiagudos. Pasamos por los suburbios de Jinan, la capital de Shandong: un
fondeadero de cargueros viejos, vagones con troncos de un aserradero, en las
puertas de las casas el ideograma de la felicidad (福). Hay
riachos podridos, edificios nuevos que ya son viejos, fábrica de químicos y
plásticos, y luego, durante todo un trecho, una sucesión de aldeas con aspecto
de abandonadas: ventanas rotas, nadie en las calles, paredes derruidas.
Finalmente, tras un par de paradas más, llegamos a Qingdao.
La primera sensación al llegar a Qingdao es de sorpresa y
placer al ver el cielo despejado y bien azul, algo que en Shanghai, ya sea por
la contaminación o por el clima, no es habitual que suceda. La ciudad se presta
rápidamente para otro tipo de paralelismos, ya que Qingdao está ligada, al
igual que Shanghai, a la historia del imperialismo europeo. Acá no fueron los
ingleses ni los franceses quienes dejaron su huella, sino los alemanes. No por
nada la ciudad le da el nombre a la cerveza más famosa de China, que suele
transliterarse como Tsingtao, siguiendo uno de los métodos de transliteración
antiguos, reminiscente de la época colonial. Hay también acá, como en Shanghai,
una fuerte huella arquitectónica, con un centro viejo alrededor de una pequeña
montaña, un par de iglesias y edificios ilustres.
Pero si en Shanghai predomina, en la edificación vieja, una
sobria y elegante combinación de ladrillo gris con ribetes rojos, Qingdao
transmite, por contraste, la sensación de una explosión de color, entre las
paredes amarillas y el rojo chillón de los techos. Paradójicamente, pese a este
colorido, la impresión que da la ciudad en un primer paseo es de pesadez y
desánimo, como si la herencia colonial fuera acá menos una señal de identidad
que una carga engorrosa. No me voy a quedar lo suficiente para confirmar o
descartar esta impresión. Qingdao es, al menos esta vez, una ciudad de paso.
Mañana voy a estar arriba del Orient Express, en camino hacia Japón.
Tomado de Revista Ñ, 9 de abril de 2013
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